Una idea falsa, pero clara y precisa, tendrá siempre más fuerza en el mundo que una idea verdadera y compleja”.
(Alexis de Tocqueville, 1835)
Las palabras “fake news” han pasado a formar parte del vocabulario cotidiano. Literalmente, significan “noticias falsas”. Para los periodistas, se trata de una contradicción en los términos, porque la base de su formación profesional consiste en que las noticias son verdaderas o no son tales; si no lo son, el nombre adecuado es “mentiras”.
Sin embargo, el alcance de las “fake news” es algo superior al de las simples mentiras porque simulan ser noticias (novedades, hechos, datos) y, desde la existencia de la red digital, compiten con ellas. Por supuesto, se requieren ciertas condiciones para que esto ocurra. Anne Marie Malecha, vicepresidenta de Dezenhall Resources, ha establecido diez: 1) Simpleza; 2) Plausibilidad; 3) Viralización interesada; 4) Basada en creencias preexistentes; 5) Difícil de aclarar; 6) Transmitida por emisores cercanos; 7) Acogida por un periodista receptivo; 8) Estimula al receptor; 9) Opera sin competencia; y 10) Repetitiva.
Malecha se pregunta si no es más preciso hablar de “desinformación” o “desinformación digital”. Otros proponen incorporar el término en el marco de la “posverdad”.
Esta minuta se propone distinguir entre esas tres cosas y precisar el alcance de cada una.
1. “Fake News”
El diccionario de Oxford define “fake news” como “noticias que contienen o incorporan información falsa, fabricada o deliberadamente desorientadora, o que es caracterizada como tal o acusada de hacer tal cosa”. El de Cambridge las define como “historias falsas que parecen ser noticias, difundidas en internet o usando otros medios, generalmente creadas para influir en las opiniones políticas o como una broma”. La RAE recomienda el empleo en español de la expresión “noticia falsa”, o “bulo”, término de uso común en la península que significa exactamente lo mismo.
Las “fake news” no son propias de los medios de información profesionales. Florecen en las redes digitales y tienen a ocupar redes de mensajería e intercambio como Twitter, Instagram o Tik-tok. Pero sus espacios favoritos son las llamadas “redes sociales oscuras”, aquellas que son imposibles de rastrear y que permiten una repetición ilimitada. Moisés Naím (La revancha de los poderosos, Debate, 2022) denomina “la reina” de estas redes a WhatsApp, que con sus “notas de voz” salta incluso la barrera del analfabetismo.
Entre los modelos clásicos de “fake news” de alto impacto se suele citar el caso del candidato presidencial Atiku Abubakar, de quien se dijo, en un mensaje de WhatsApp, que tenía el apoyo de una “Asociación de Gays de Nigeria”, organización inexistente. Siendo Nigeria uno de los países más homófobos del mundo, hay una buena razón para pensar que esa mentira le costó la derrota en las elecciones del 2019. En este caso se trató de un bulo difundido en el momento preciso y por los medios con más capacidad de irradiación.
La amplificación de una falsedad como esta no depende sólo de las redes de familiares y amigos, sino también de otro instrumento: los bots, cuentas ficticias, producidas de manera automática, que se dirigen a muchos usuarios. Por muchos años se creyó que los bots procedían sólo de organizaciones dedicadas a crearlos. Pero se ha acumulado evidencia de que las propias compañías propietarias de estas plataformas (WhatsApp es de Facebook) amplifican sus redes con bots. Ese es precisamente el centro de la disputa entre Elon Musk y Twitter: el magnate desistió del pacto de compra de la red porque Twitter se negó a entregarle el número de bots que integran su nómina de clientes.
Las “fake news” aumentaron su credibilidad con la aparición de las “deep fakes”, que son principalmente falsificaciones de videos en los que se hace aparecer a personajes públicos diciendo o haciendo cosas impropias. En principio se trataba de bromas con contenidos pornográficos, pero luego se han usado para desprestigiar a líderes políticos y sociales atribuyéndoles falsas declaraciones. El hecho de que las “deep fakes” tengan alta calidad visual y puedan imitar las voces de los afectados las convierte en instrumentos altamente peligrosos.
2. Desinformación
Este fue un término ampliamente usado durante la Guerra Fría. Muchas veces se empleó como sinónimo el concepto de “medidas activas”. La principal diferencia con las “fake news” es de cuantía: es posible pensar una noticia falsa para que actúe a solas -como en el caso de Atiku Abubakar-, mientras que la desinformación, como la guerra, se planifica, se despliega y se realiza en campañas.
El récord de investigaciones especiales del Senado de Estados Unidos acerca de campañas de desinformación indica que el decano de estas prácticas es Rusia. Una llamada Agencia de Investigación de Internet, con sede en San Petersburgo, es sindicada como la principal organizadora de “medidas activas” en las redes digitales. Desde que asumió el gobierno, en mayo del 2000, Vladimir Putin, ha sostenido parte de su poder en el manejo de la información, tanto de la que recibe como de la que emite. Se presume la participación de su Agencia -con bastante evidencia- en la elección de Trump y -con menos- en el plebiscito sobre el acuerdo de paz en Colombia.
Como en todos los hombres poderosos, una parte de la fuerza de Putin radica también en el mito que lo rodea, y que él cultiva puntillosamente. Putin no es un superhombre, pero le ha tocado vivir en una época en la que nuevos instrumentos se han convertido también en nuevas armas, como ocurrió en toda la historia con la comunicación.
El mejor ejemplo de desinformación se encuentra en la campaña en favor del retiro de la Unión Europea por parte del Reino Unido, decisiva para que el referendo nacional ratificara esa decisión. La Comisión Europea contabilizó 500 “euromitos” publicados en la prensa en un corto período, todos apuntados a “revelar” supuestas normas que la Unión Europea les impondría a sus socios. Estos son algunos ejemplos:
En algunos casos se trataba de interpretaciones retorcidas de normas técnicas; en otras, de mentiras; y en otras, de increíbles coincidencias, como las normas que se dictaron después, a propósito de la pandemia del Covid-19.
La campaña tuvo éxito y el Brexit se impuso por poco más de un millón de votos, obligando al Reino Unido a una extensa negociación que ya completa más de seis años para concluir su sociedad con Europa continental. En su recuento del caso, Moisés Naím recuerda que el jefe de la corresponsalía del diario conservador The Telegraph en Bruselas, la sede de la UE, era un enérgico joven llamado Boris Johnson.
Aunque los instrumentos parezcan pacíficos, la desinformación es una estrategia de hostilidad, y en especial de hostilidad política. A veces precede y muchas veces acompaña a acciones bélicas reales. El gobierno de Putin hizo y sigue haciendo todo lo posible por convencer a su propio pueblo, mediante falsedades, que el gobierno de Ucrania es nazi, con la evidente expectativa de activar en el recuerdo de los rusos la gesta de la “Gran Guerra Patria”, que es como en ese país se denomina a la Segunda Guerra Mundial.
3. Posverdad
La idea de que no existe una realidad objetiva es antigua, aunque tuvo su desarrollo teórico más importante en los años 60, en un arco que va desde el filósofo Michel Foucault hasta el profesor Marshall McLuhan, todos los cuales plantearon que la verdad factual, la de los hechos en su realidad material, no es sino una construcción del sujeto o de los medios.
Por lo tanto, los hechos se superponen, se mezclan y confunden con las opiniones, que pasan a tener valor equivalente. Así nace, ya no una o varias interpretaciones de la historia, sino una historia alternativa, con unos “hechos alternativos”. El autócrata Víctor Orbán, por ejemplo, creó un instituto oficial llamado Veritas, destinado a crear una “versión alternativa” de la formación del pueblo húngaro.
Esta perspectiva ataca un nivel superior de la organización social, el epistemológico, porque corroe la base sobre la cual se erigen el consenso y el disenso social, que es la idea de que hay realidades comunes a toda la nación. Escribe el sociólogo francés Pierre Rosanvallon: “Asociadas a un odio, que se estima saludable, a los medios de comunicación, esas mentiras contribuyen, para decirlo con otras palabras, a una auténtica corrupción cognitiva del debate democrático” (El siglo del populismo, Galaxia Gutenberg, 2020).
El resultado es un ambiente que aprovechan los políticos con vocación autocrática, no democrática o antidemocrática. Como dice el filósofo político Daniel Innerarity: “Para que el debate público sea de calidad no basta con que los hechos referidos sean ciertos, pero podemos estar seguros de que si esas referencias son completamente falsas no tendremos una verdadera discusión democrática” (Política para perplejos, Galaxia Gutenberg, 2018).
Innerarity apunta a la paradoja central: “las redes sociales democratizan en la misma medida que desorientan”. O, en palabras del surcoreano Byung-Chul Han: “Cuanta más información se pone a disposición, más impenetrable se hace el mundo, más aspecto de fantasma adquiere” (En el enjambre, Herder, 2014). De allí nace una de las enfermedades síquicas del siglo 21, el Síndrome de Fatiga Informativa (IFS, por sus siglas en inglés).
Los síntomas principales del IFS se representan con otra en inglés: FUD, miedo, incertidumbre y duda. Son los sentimientos que el líder autocrático procura infundir en los ciudadanos para presentarse como el salvador, el depositario de la verdadera verdad y de los hechos “alternativos”.
La posverdad, por lo tanto, ya no es un ataque aislado ni una estrategia completa de conflicto, sino algo mayor: un régimen político, una manera de dirigir a la sociedad.
El maestro del subjetivismo, de lo “alternativo”, de las “fake news”, de la desinformación y, en definitiva, de la posverdad en el siglo 21 ha sido Donald Trump, el único presidente al que la prensa le ha contabilizado 30.573 afirmaciones falsas o engañosas en cuatro años de ejercicio. Trump explotó todas las carencias y prejuicios de los estadounidenses para crear una sociedad de “amigos” contra “enemigos”, que ha sido la finalidad de todos los regímenes populistas, de derecha o izquierda, y quiso permanecer en el poder por cuatro años o quizás cuántos más. Sin una prensa firme, íntegra, enemiga del subjetivismo y de la partidización, tal vez el futuro de Estados Unidos habría sido muy distinto. Y con él, el del mundo.
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