«Divide y conquistarás» o «La unión hace la fuerza» Ambas frases han poblado todo tipo de literatura desde hace años y, aunque plantean aproximaciones estratégicas opuestas, es cada vez más difícil saber cuál es su finalidad.
La creciente polarización —en todo orden de cosas— ha agudizado dos anhelos que vemos exigidos con la misma vehemencia: por una parte, el de unidad, que pertenece al más antiguo humanismo, y por otra, el del reconocimiento de sus partes singulares. ¿Radica la clave del éxito en hacer compatibles estas visiones?
La unidad requiere de fragmentación y diferenciación para crear un continuo. Sin embargo, dar con ese límite que marca el fin de uno y el inicio del otro representa un desafío que aún no se ha logrado sortear en ningún plano. Así lo muestran las discusiones en torno a la Constitución en Chile, los viejos y nuevos conflictos bélicos y los múltiples movimientos y demandas sociales que pululan tanto en el terreno de lo presencial como en el de lo virtual.
La dualidad tiene una dimensión geopolítica, social e identitaria, pero también hemos visto cómo ha cobrado fuerza en el plano de las comunicaciones y en las nuevas formas de producir, transmitir, percibir y procesar la información, donde no se pueden obviar los efectos de la tecnología, el acceso a los smartphones y el uso de internet. De acuerdo al reporte Digital 2022 realizado por We are Social y Hootsuite, la adopción y el uso de internet sigue en aumento: en enero de este año ya había 4.950 millones de usuarios, alrededor del 62,5 % de la población mundial. El número de usuarios de las redes sociales equivale a más del 58 % de la misma población.
La multiplicidad de plataformas también se refleja en el len- guaje, de la mano de neologismos que dan cuenta de una nueva forma de abordar la realidad. El windowing, o el «vitrineo de información» sin necesariamente profundizar en su contenido, ha tomado protagonismo durante la guerra en Ucrania, que ha sido seguida no solo a través de los medios masivos, sino en vivo y en directo mediante las miradas de los múltiples usuarios de TikTok. Se oscila entre el picoteo de información y el binge watching, cuando simplemente sucumbimos a atorarnos de un mismo contenido.
El aumento de medios, plataformas e interlocutores ha contribuido a dar visibilidad a diversas fracciones de la realidad. Pero, también ha acentuado la dificultad para generar espacios de convergencia que gocen de la misma legitimidad. El esfuerzo por integrar realidades de manera coherente, fidedigna y confiable parece ser lo único que las plataformas informativas tienen hoy en común.
1. Glotonería informativa
El escritor estadounidense David Shanke recuerda cuando escuchó de un servicio electrónico que le entregaría transcripciones de las principales noticias políticas del día. Eran los años 90, comenzaba su carrera como escritor freelance en The Washington Post y creyó que esto le daría una ventaja sobre otros: estaría siempre informado. Encargó el aparato, un estilo de impresora con antena y un receptor de radio y las transcripciones comenzaron a llegar de mañana, tarde y noche, sin detenerse nunca, y él leía cada una, junto con escuchar los programas radiales, leer el diario y las principales revistas informativas. Dejó de leer libros por placer y comenzó, en paralelo, su propio emprendimiento de reciclaje para deshacerse de las pilas de papel que inundaban su casa. Unos meses después, sintiéndose superado por el exceso de información, decidió suspender el servicio.
Hoy, quienes buscan mantenerse a todo evento informados probablemente imitan esta conducta, suscritos a más mailings de noticias de los que podrían leer, a distintos diarios y revistas impresas y digitales, emisores de podcast, aplicaciones de noticias en el celular, resúmenes de noticias para iniciar y finalizar el día y un largo etcétera. Asimismo, ya es común acumular pantallazos de celular sobre distintos temas de interés con los que se encuentra uno en redes sociales, sitios noticiosos, conversaciones de WhatsApp, aplicaciones diversas y otro largo etcétera de información que nadie será capaz de procesar.
Es la era de la glotonería informativa. No es necesario estar online para sucumbir. Nos rodea la hiperinformación, con un caudal de más información de la que necesitamos y podemos asimilar. Es un flujo permanente que emana de lo que leemos, vemos y escuchamos, de las conversaciones que sostenemos y de cada estímulo visual al que estamos expuestos. «En cada momento de la orgía audiovisual que compone nuestros excesivamente informados días, nuestros cerebros deben manejar cantidades masivas de tráfico eléctrico. Con razón nos sentimos agotados o burnout», dice el filósofo Philip Novak.La sincronía entre lo que se produce y lo que las personas son capaces de procesar comenzó su quiebre a mediados del siglo xx, con la expansión de la computación, la transmisión de información por ondas, la televisión y la tecnología satelital. Comenzaba la época de la hiperproducción, de la mano de una hiperdistribución, adelantándose a pasos agigantados a la capacidad humana de procesarlo todo. Comenzaba lo que el sociólogo finlandés Jaako Lehtonen llama la «discrepancia de información». Luego llegaron los teléfonos móviles. Se estima que más de 25 millones de teléfonos móviles fueron vendidos alrededor del mundo entre 1997 y 2019, incluyendo casi 1.500 millones de smartphones sólo en 2019. Las cifras son millonarias también si consideramos la venta de computadores portátiles en el mismo lapso. Luego vendrían las redes sociales y el alza de contenidos de entretenimiento y noticias disponibles cada segundo del día.
Se estima que una edición semanal de The New York Times contiene más información de lo que una persona promedio en el siglo XVII conocería en toda su vida. Hoy, la información es tanta, que en su mayoría termina siendo desperdiciada. «La información, una vez tan codiciada como caviar, hoy es dada por sentada como papas», sostiene Shanke, quien agrega que nos encontramos inmersos en un smog de data.
2. La desapropiación de la información
En su nuevo libro Abundance, el periodista Pablo Boczkowski comparte una imagen con la que se cruzó en las calles de Buenos Aires: una pareja de jóvenes en situación de calle, sentados en la vereda frente a una mesa improvisada hecha de cartón, quienes miran absortos las pantallas de sus smartphones.
La escena ilustra una paradoja de nuestra era: una tangible precariedad material convive con una abundancia informativa que no es sinónimo de bienestar. En otras palabras, contar con ciudadanos hiperinformados e hiperconectados no asegura el desarrollo ni el progreso de una sociedad.
Información y conocimiento no significan lo mismo. La información es un conjunto organizado de datos procesados que constituyen un mensaje; el conocimiento es el acto consciente e intencional de aprehender las cualidades de lo informado. Ahí radica la principal diferencia en la actividad cognitiva de los sujetos. Construir conocimiento a partir de la gran cantidad de información que se obtiene debe necesariamente involucrar un proceso de apropiación y luego de generación de conexiones significativas y prácticas.
¿Somos conscientes de esto? ¿Entendemos que no es suficiente una mera exposición a la información para generar cono- cimiento? T.S. Elliot vislumbró este dilema hace más de un siglo: «¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en la información?» se preguntó.
El desafío de integrar la multiplicidad de hechos y opiniones, en favor del desarrollo de conocimiento, requiere de un profundo ejercicio reflexivo, a menudo alejado de la frenética e incesante maquinaria productiva. Algo que en el mundo actual parece toda una proeza. El conocimiento no solo se nutre de hechos y opiniones, sino que también requiere de estímulos menos prácticos, menos funcionales, menos productivos.
«De las puras informaciones no emana ninguna magia», recuerda el filósofo surcoreano Byung-Chul Han.
El ser humano usa una proporción aún pequeña de su cerebro y estudios recientes sugieren que la estimulación constante incrementa ese uso. Pero es más probable que la sobreinformación produzca confusión, desorientación y agobio que lo contrario y el aumento del estrés en los estudiantes puede ser un indicio de esto. La información sigue requiriendo otro tipo de trabajo para adquirir forma, dirección y sentido.
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