China, con 1.400 millones de personas, es hoy el país más poblado del mundo. Para el 2100, esa cifra se reduciría a unos 732 millones. ¿Va la humanidad en un camino de retroceso demográfico? El Instituto de Métricas y Evaluaciones de
Salud de la Universidad de Washington estima que, hacia el fin del siglo, 183 de los 195 países actuales tendrían una tasa de fertilidad por debajo de los niveles requeridos para reemplazar a la población. Ni la pandemia, cuando se vaticinó un nuevo “baby boom”, ha logrado quebrar la tendencia. Según los analistas, el miedo a un futuro incierto y las repercusiones económicas de las últimas crisis mundiales serían las principales razones por las cuales las personas prefieren no tener hijos.
El sociólogo Luis Ayuso, de la Universidad de Málaga, cree que el fenómeno se basa en un cambio social profundo y multidimensional. "La Encuesta de Fecundidad en España nos dice que de 18 a 29 años no se tienen hijos porque se considera que somos muy jóvenes para tenerlos; de 30 a 34, porque no tenemos un nivel económico para mantenerlos; de 35 a 39, porque no se encuentra la pareja con la que tenerlos; y de 40 en adelante, porque a esa edad ya no podemos".
La consultora Euromonitor International anota que la abstinencia de tener hijos ha ido de la mano con la decisión de sustituir ese instinto mediante la tenencia de mascotas. A principios de este año el papa Francisco reaccionó a esta idea calificando de “egoístas” a quienes eligen mascotas en lugar de hijos, motivando una fuerte polémica en toda Europa.
No se trata de una sustitución liviana: en su grado más agudo, los animales son integrados como nuevos miembros de la familia, incluso únicos miembros cuando se trata de personas solitarias. De allí nace el concepto de “familia interespecie”, que ya ha iniciado el debate jurídico en muchos países.
La idea de la “interespecie” es, por supuesto, muy limitada: no se trata de una integración de plena igualdad entre las especies, sino sólo de la capacidad de una de ellas, la humana, de adoptar a otras y mantener con ellas una relación de propiedad y cuidado. De aquí nacen las iniciativas de protección de las mascotas y al mismo tiempo la multiplicación de las tiendas y transacciones comerciales que reflejan un “mercado de mascotas”, una categoría que la especie humana no aceptaría para sí; de hecho, el trato de las personas como mercancías es uno de los delitos que suele ser calificado entre los de lesa humanidad.
En Latinoamérica la industria de las mascotas ha crecido a un ritmo anual de 6% en el último período. Euromonitor Internacional ha establecido que el mercado de mascotas hemisférico transa unos US$ 10.893 millones, y es la región que presenta mayor avance, por encima de Asia y Europa. “Cada día es mayor el número de personas que tiene como miembro de su familia a una mascota, a la cual le brinda no sólo amor, sino alimentación y cuidados especiales”, dice el estudio.
En el 2020, la Unión Europea advirtió un aumento en el tráfico ilegal de mascotas, un verdadero “mercado negro” procedente, principalmente, de países del este. Para combatirlo dictó nuevas normas que exigen la plena identificación de las mascotas (con documentos de identidad), permisos para traspasar fronteras (pasaportes) y regulaciones sanitarias. Las personas que quieran adoptar mascotas procedentes de otros países deben acreditar que están capacitadas para cuidarlas y dar certezas de que no las abandonarán en el país receptor.
Ideología y derechos
El activismo animalista ha florecido en paralelo con el vegetarianismo y el veganismo, que muchos ya no consideran meras dietas, y ni siquiera estilos de vida, sino ideologías ético-políticas. Al final de la ideología animalista se encuentra casi siempre la protección del planeta, sobreentendiendo que la existencia de todos los animales es una condición del equilibrio ecosistémico. Es una vertiente ideológica que reacciona también a la nueva popularidad que las teorías de Charles Darwin experimentaron a partir de los años 90.
A fines de 2017, la RAE recogió el término “especismo” para describir, en sentido peyorativo, la creencia según la cual el ser humano es superior al resto de los animales. El “especismo” y la crueldad son las acusaciones principales en contra de los deportes en los que se sacrifica a ciertos animales, desde las peleas de gallos hasta la caza (más condenada que la pesca).
El mismo año, los tribunales españoles reconocieron algo que nunca ha sido negado: que los animales son "seres sintientes", lo que significa que los tenedores deben asumir responsabilidades si son abandonados, maltratados o separados sin un motivo atendible.
Estas nuevas tendencias vienen a confrontar la idea histórica de que, desde el punto de vista del derecho, los animales son cosas. El derecho romano los consideraba un elemento fundamental de la economía agraria y rural; significativamente, aunque los romanos eran aficionados a las mascotas, no las incorporaron como parte de la vida urbana.
En algunos países de Europa se ha desarrollado una categoría jurídica distinta de la de persona y de la de cosa. Los códigos civiles de Alemania, Austria, Suiza y la República Checa establecen que los animales no son cosas. Pero su estatuto jurídico fundamental no ha variado: siguen siendo materia de propiedad, igual que las cosas.
Hasta hace poco, el derecho se concentraba en la protección de los animales. Un famoso fallo en Austria impidió que el chimpancé Hasl fuese usado para experimentación biológica, aunque ni el Tribunal Supremo de Austria ni el Tribunal
Europeo de Derechos Humanos aceptaron asignarle categoría de persona para que pudiese recibir donaciones. En Argentina, jueces locales acogieron peticiones de habeas corpus a favor de la orangutana Sandra y la chimpancé Cecilia, sin modificar su condición de animales. Este año, la Corte Suprema de Costa Rica concedió protección al león Kivú después de considerar que su jaula del Zoológico Nacional no cumplía con las condiciones.
Una Liga Internacional de los Derechos del Animal preparó una declaración de derechos que más tarde fue aprobada por la ONU y la Unesco. Desde entonces se han desarrollado diversos instrumentos multilaterales de protección jurídica, incluyendo:
En paralelo se han expandido las legislaciones nacionales de protección. En Chile se promulgó el 2009 la ley 20.380 sobre protección animal, que a poco andar fue considerada insuficiente en cuanto a imponer verdaderas obligaciones a los tenedores de mascotas. A propósito del caso de un perro brutalmente golpeado por su dueño, el 2017 se promulgó la llamada “ley Cholito” o ley de Tenencia Responsable de Mascotas y Animales de Compañía.
Aquí aparecen obligaciones para los tenedores: por ejemplo, el deber de registrarla y asegurarla mediante un dispositivo electrónico; responsabilizarse de su alimentación y manejo sanitario; y responder civilmente de los daños que causen. Las autoridades encargadas de fiscalizar que esto se cumpla son tres ministerios (Interior, Salud y Educación) y todos los municipios.
¿Tienen estas autoridades la capacidad efectiva de realizar esa fiscalización? En diciembre de 2021, la Escuela de Medicina Veterinaria de la PUC y el Programa Mascota Protegida de la Subdere realizaron un llamado “primer censo nacional de perros y gatos”, aplicado en 35 de las 346 comunas (10%) del país, que estableció que en los 17.000 hogares cubiertos existen 12.482.679 de perros y gatos con dueños. Las mismas entidades estimaron que hay otros cuatro millones de perros y gatos vagabundos. Sin contar mascotas de otras especies, es probable que el número final sea superior a la población. En esas condiciones, parece muy difícil que se pueda hacer efectivo el cumplimiento estricto de la “ley Cholito”.
El efecto generacional
Una encuesta de la Asociación Estadounidense de Productos para Mascotas (APPA, por sus siglas en inglés) realizada en mayo del 2022, arrojó que el 81% de los millennials admite querer más a su mascota que a ciertos miembros de su familia. De acuerdo al psicólogo y etólogo Ángel Casellas, “hay personas que lo justifican porque el animal siempre demuestra afecto y ofrece un cariño infinito sin pedir casi nada a cambio”. La misma encuesta confirma que el 58% de los millennials prefiere tener un perro en vez de un hijo. “La mascota se ve como algo temporal y la inversión de tiempo y dinero es mucho menor que con un hijo”, dice Casellas.
Esta es una de las claves menos relevadas de la discusión sobre los derechos: en numerosos casos, el compromiso de los tenedores con sus mascotas es muy inferior al que se tiene con un hijo: no hay reproche por parte de los animales y salvo excepciones raras (como ciertas tortugas) su horizonte de vida es menor.
La pandemia del Covid-19 mostró una dimensión aún peor. En todo el mundo aumentó la adopción de mascotas en cifras estimadas entre el 20% y el 50%. Una mayoría de las explicaciones tenía que ver con combatir la soledad o introducir un elemento amable dentro de la familia en situación de encierro. Una encuesta de la fundación española Affinity estableció que el 73% de los participantes estimaba que convivir con una mascota aligeraba los efectos del confinamiento.
Sin embargo, hubo también un 17% que declaró que adoptaba mascotas sólo para utilizar los permisos para romper las cuarentenas, sobre todo en aquellos países en que -como en Chile y Argentina- se impusieron toques de queda o restricciones similares a la libre circulación.
Peor aún, pasada la emergencia sanitaria hubo devoluciones o abandonos masivos de mascotas en todo el mundo. The Kennel Club calculó que en el Reino Unido las devoluciones llegaron al 40%. Un estimado 17% de los nuevos tenedores devolvieron o abandonaron a sus mascotas.
Existe, así, una dimensión instrumental que no se tiene con los hijos, pero sí con las mascotas. Y es difícil que esa conducta pueda cambiar con el solo aumento de las regulaciones.
Antoni Balbuena, director del departamento de psiquiatría de la UAB, cree que la tendencia a centrarse en el vínculo entre los humanos y animales implica el riesgo de descuidar las relaciones sociales o directamente prescindir de ellas. El estudio de APPA predice además que esta tendencia se prolongará con la generación Z, que, cuando alcance la edad adulta, será la que más animales de compañía haya tenido en la historia. ¿Y muchos menos hijos? Aún no lo sabemos.
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