La reconfiguración de poderes entre las grandes potencias, la degradación ambiental y los problemas de gobernabilidad democrática están gatillando cambios globales profundos. La pandemia, la guerra en Ucrania, la inestabilidad de Latinoamérica y otros hechos de alto simbolismo, como el asalto al Capitolio en Estados Unidos, parecen síntomas de una nueva era. Revertir el camino hacia el peor de los escenarios del cambio climático, desactivar definitivamente una guerra mundial o encapsular ciertos efectos sociales no deseados del vertiginoso desarrollo de las nuevas tecnologías es una tarea tan titánica, que en muchos casos las soluciones se asocian mejor con la esperanza milenarista que con la racionalidad postmoderna.
La RAE registra dos acepciones de “milenario” que tienen sentidos apocalípticos: los que creían en un reinado de Cristo por mil años, al término de los cuales vendría el Juicio Final; y los que creían que el Juicio Final ocurriría el año 1.000 de la era cristiana. Por extensión, se ha llamado milenaristas a todas las creencias, algo mágicas, asociadas a cambios de milenios y a veces hasta de siglos. El milenarismo imagina una utopía catastrófica, es decir, un suceso o un conjunto de sucesos que cambian traumáticamente el mundo, a veces en una línea positiva, a veces en una puramente destructiva.
Según el periodista y escritor mexicano Carlos Monsiváis, la utopía milenarista es una posibilidad a la que recurren los oprimidos, los que no tienen nada que perder, que cifran sus esperanzas en que el estado de cosas actual se invertirá. Su mirada amplía el sentido que antropólogos, sociólogos, historiadores y teólogos han dado al milenarismo. Las ciencias sociales han observado un campo de movimientos religiosos que predicen transformaciones sobrenaturales de la humanidad, las que se producen en el cambio de milenio y sus proximidades. Según ha descrito el historiador británico Norman Cohn, numerosas agitaciones revolucionarias a lo largo de la historia de la Europa cristiana fueron campañas y movimientos de personas descontentas que buscaban un milagroso acto de salvación que “transformaría la vida en la tierra”.
Los sociólogos Miguel Ángel Mansilla y Sandra Leiva Gómez sostienen que el milenarismo es un concepto que relaciona lo temporal: pasado (mito), presente (consuelo) y futuro (esperanza). “Excluir el consuelo del análisis del milenarismo es negarle su rol terapéutico y revitalizador para las personas, grupos o comunidades que sufren y que ven (en esta promesa) un alivio a los agobios y penas frente a condiciones sociales degradantes y miserables de la actualidad”.
La esperanza milenarista es activa. Los milenaristas se movilizan para que los cambios sucedan. Son activistas políticos, aunque no se identifiquen con un colectivo específico.
La pregunta es: ¿A qué se enfrenta el milenarismo en la era post pandémica?
Pesimismo ambiental
Por la vereda contraria está un grupo de la población, en su mayoría jóvenes, que ven la crisis ambiental como un camino sin salida. En una encuesta reciente de The Lancet, en la que participaron 10.000 personas de diez países diferentes y edades entre los seis y los 25 años, un 45 % de la población afirma que la preocupación por el clima afecta de forma negativa a su vida cotidiana, un 75% cree que "el futuro es aterrador" y un 56 % piensa que "la humanidad está condenada". Hablar del futuro para estas personas significa una sensación de angustia, miedo y palpitaciones. De ahí es que la “eco-ansiedad” ha emergido como un nuevo fenómeno psicológico. La Asociación Americana de Psicología lo cataloga como un "temor crónico a sufrir un cataclismo ambiental que se produce al observar el impacto aparentemente irrevocable del cambio climático y la preocupación asociada por el futuro de uno mismo y de las próximas generaciones".
Esta visión apocalíptica se refuerza con el exceso de consumo de noticias alarmantes sobre los efectos del calentamiento global: incendios forestales, tormentas, huracanes y titulares como “este será el verano más cálido de la historia”. Para la ministra del Medio Ambiente de Chile, Maisa Rojas, esta es una respuesta a la rapidez con que las personas han visto impactadas sus vidas. Afirma que “hasta hace pocos años hablábamos del cambio climático como algo del futuro, algo que le iba a ocurrir a los osos polares, pero ahora lo estamos viviendo cada uno en nuestras propias vidas, y se ve en todas las regiones del mundo, y será distinto según en la región en que se vive”. Por supuesto, esto también depende de cómo se interpreten los fenómenos del entorno, con qué calidad de información y con qué modelos. Cualquier hecho climático puede ser interpretado de manera extrema, tal como ocurría en las edades pre-científicas.
Por eso, los expertos Mala Rao y Richard Powell, del Departamento de Atención Primaria y Salud Pública del Imperial College de Londres, consideran necesario incrementar la esperanza y el optimismo respecto al futuro climático entre las generaciones más jóvenes. Dicen que actualmente se "corre el riesgo de agravar las desigualdades sanitarias y sociales entre las personas más o menos vulnerables a estos efectos psicológicos". Los expertos recomiendan la acción individual y colectiva para generar comunidades con las mismas preocupaciones y estimular los cambios de hábitos y preferencias de consumo. Según un estudio publicado en el British Medical Journal, cambiar los comportamientos poco saludables podría ser la clave para lograr una emisión neta de gases de efecto invernadero nula para 2050. Una mirada que bien puede entrar en la perspectiva milenarista.
Longevidad forzada
Una parte de los problemas ambientales son causa directa de la sobrepoblación. Este año se alcanzará la cifra de ocho mil millones de personas, cifra sobre la cual ningún modelo matemático logra cuadrar un cierto estado de bienestar igualitario o hacer sostenible el sistema productivo global. Adicionalmente, la ciencia apunta a superar el promedio de vida e incluso alargar artificialmente la existencia individual.
La muerte, recibida con dolor, tristeza o resignación, en realidad es la mejor forma en que una especie puede asegurar su supervivencia. Marcelino Cereijido Mattioli, científico argentino del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados (Cinvestav), sostiene que células, órganos y organismos vivos están programados para morir en un cierto tiempo. Este proceso, conocido como apoptosis, forma parte de la evolución de los seres.
El experto en fisiología dice que a través de la muerte celular programada, el organismo va desechando estructuras que ya no usa. Así, “morir es sumamente ventajoso, porque los organismos que desaparecen van dejando su lugar y recursos para que vivan y se prueben nuevas generaciones, que podrían tener ventajas sobre los que se mueren”. La acumulación de estas ventajas (o desventajas) a través de millones de años hace que las especies evolucionen. Si no hubiese muerte, agrega, no habría evolución y no se habría llegado jamás a generar el homo sapiens.
Pero cuando las células han cumplido su función y se niegan a morir, surge el descontrol, provocando una proliferación en el organismo de células dañadas (cánceres o tumores en la vejez). Entonces, la muerte natural es fundamental para la vida.
En el plano social, la historia muestra un continuo de civilizaciones e imperios que, tras períodos de apogeo, entraron en procesos de decadencia y desaparecieron para dar vida a un nuevo orden.
Desesperanza
Al milenarismo también se enfrenta la llamada “epidemia de la desesperanza”. En 2020, los profesores de Princeton Anne Case y Angus Deaton crearon el concepto de “muerte por desesperación”, en el que incluyeron la epidemia de los opioides, la inestabilidad laboral, un sistema de salud predatorio, redes sociales desmembradas y la globalización. Más tarde se han agregado las crisis por “eco-ansiedad”, un terror incontenible al futuro climático que ha conducido a no pocos suicidios. Carol Graham, de Brookings Institution, centro de investigación estadounidense centrado en ciencias sociales, considera que la pandemia creó una tormenta perfecta que aumenta las profundas desigualdades que existían antes de la crisis. “Las muertes por drogas, alcohol y suicidios superan el millón desde 1999. (…) Las muertes por desesperación son la cara más dura del declive de la clase trabajadora”.
En 2019 la OMS ya había dado la alerta en su informe Suicide worldwide in 2019: ese año, la desesperanza superó en muertes al VIH, el cáncer de mama y los homicidios, representando a una de cada 100 muertes. La profesora Shannon Monnat, de la Universidad de Syracuse en Nueva York, observó que hay menores muertes en comunidades con mejor situación económica y con empleos y red asistencial de mejor calidad. “Las políticas tienen un impacto en la mortalidad”, señala, “porque bloquean el acceso a la atención médica y no promueven el empleo decente y seguro”. En otras palabras, “la miseria no es algo que sucede de la nada”.
Para Peter Temin, profesor del MIT, la reducción en la esperanza de vida está haciendo que “la clase media se esté convirtiendo en una reliquia”. De acuerdo a sus conclusiones, sólo un 20% de la población cuenta con la red social para seguir alimentando su éxito. Para el otro 80%, las oportunidades decrecen y la vida de sus familias se hace incierta, que es el terreno más fértil para la “muerte por desesperación”. El problema es que esta es una tendencia que avanza y se replica en todo el mundo.