Por Roberto Reveco
El cambio climático se ha ido configurando como un proceso estructurante y decisivo para el destino de la humanidad. La mitigación de sus consecuencias y los esfuerzos por ralentizarlo o diferirlo son señalados por muchos como el gran desafío del siglo XXI. Después de un acelerado y avasallador siglo XX, hoy nos encontramos en una especie de resaca del industrialismo y sus encantos, perplejos ante el lugar al que hemos llegado e incapaces de imaginar otros mundos posibles.
Es difícil presagiar qué caminos irá tomando el desafío de hacer frente al cambio climático. Bajo el manto de la ecoansiedad que acecha el sueño de los humanos, especialmente el de los más jóvenes, podemos imaginar escenarios pesimistas como la guerra de todos contra todos en un planeta apocalíptico, plagado de virus, con una sequía irreversible y un acelerado empobrecimiento material y espiritual del mundo. También es posible imaginar una especie de dictadura ecológica en la que progresivamente se restrinjan las libertades personales y sociales —como ya sucedió con el manejo de la pandemia— con el objetivo de administrar la crisis climática. Podemos imaginar, también —quizás con demasiado inocencia u optimismo—, una humanidad que colabora de buena fe y genera gobernanzas y acuerdos democráticos para hacer frente al cambio climático.
La firma del Acuerdo de Escazú y la Ley Marco de Cambio Climático son dispositivos que apuestan justamente por el camino de un manejo democrático de la crisis ambiental. Estos esfuerzos se proponen avanzar hacia metas como la descarbonización, el desarrollo de tecnologías e industrias respetuosas del ambiente, la participación activa de todos los sectores de la población en la toma de decisiones respecto de estos temas, entre otras cosas. Está por verse si estos acuerdos y leyes logran sus propósitos o si quedan como simples declaraciones, buenas intenciones, intentos.
Como bien se ha dicho en el último tiempo, hoy día resulta más fácil imaginar el fin del mundo que un cambio de paradigma. Dicha dificultad puede dejarnos atónitos e inmóviles. Sin embargo, hay que intentarlo, hay que buscar prácticas, éticas, enfoques, por pequeños o acotados que sean, que vayan señalando, dibujando, una huella distinta; pequeños faros que conjuren el naufragio; prácticas concretas, decisiones reales, que sirvan de inspiración a los más jóvenes; luces que señalen una salida del mal futuro que heredamos a nuestros hijos.
Históricamente, en momentos tan decisivos como este ha habido un atributo fundamental que ha permitido salir de los laberintos, torcer el destino: la valentía, atreverse a buscar alternativas y decidirse a elegirlas y transitarlas, a riesgo de arruinar la vida propia. Valentía para pensar y actuar fuera de lugar, desafiando lo establecido, que es lo que nos tiene donde estamos: al borde de una crisis sin precedentes.