Por Eugenio Tironi
Optaron mayoritariamente por Boric, pero al mismo tiempo los electores se encargaron de elegir un Congreso donde este no tiene mayoría en ninguna de las dos cámaras. Se agrega a esto una extrema atomización, con 21 partidos y muchos parlamentarios que fueron en listas partidarias, pero que en realidad son independientes y actuarán como tales. El presidente electo y su equipo más íntimo tienen, sin embargo, una cosa importante a su favor. A diferencia de un Piñera, Bachelet, Lagos o Frei, se sienten cómodos frente al parlamento. Ellos aprendieron de políticas públicas en el hemiciclo, no en las aulas de la Escuela de Gobierno de una universidad extranjera. Por lo mismo, se sienten a sus anchas en la búsqueda de acuerdos con los adversarios.
En paralelo el nuevo gobierno deberá prestar atención a la marcha de la Convención Constitucional. Cierto: hay que cuidar la autonomía de los poderes “constituyente” y “constituido”, pero no se pueden cerrar los ojos a un hecho evidente: el fracaso de la Convención sería el fracaso del nuevo gobierno, toda vez que ambos responden a un mismo proceso histórico. Tal revés podría tomar varias formas, con diferentes grados de plausibilidad: la primera, que el texto aprobado sea rechazado en el plebiscito de salida, lo que daría pie a una poderosa fuerza de oposición y multiplicaría la ya elevada incertidumbre; la segunda, que el texto sea aprobado por una mayoría ínfima, lo cual no le otorgaría la legitimidad que se busca y consagraría un equilibrio de fuerzas de tintes catastróficos. Para evitar tales riesgos se requiere que la Convención cumpla su cometido en los plazos fijados y que el texto aprobado por los constituyentes ojalá supere los dos tercios obligatorios, de tal modo que su confirmación en el plebiscito de salida sea a la vez transversal y masiva, como lo fuera en 1989, cuando se consagraron las reformas negociadas entre la Concertación y el régimen pinochetista cuando este estaba de salida luego de haber sido derrotado en el plebiscito del año anterior. Esto va a requerir refrenar el espíritu refundacional que domina a buena parte de los convencionales, que no aspiran simplemente a cambiar el modelo económico o reformar el sistema político, sino a crear desde la Constitución un nuevo paradigma de convivencia, lo cual abarca el lenguaje, el conocimiento, la idea de nación, la relación entre géneros, pueblos, regiones y territorios, el vínculo con la naturaleza y otras especies, la arquitectura de poder y participación, y así por delante; que siguen nuevas corrientes científicas, intelectuales y culturales que, si bien no son aún hegemónicas y por lo mismo suenan extravagantes, tienen para ellos el mismo atractivo que tuvieron las ideas neoliberales para quienes confeccionaron la Constitución de 1980; que están resueltos a experimentar sin concesiones el nuevo paradigma, basados en la convicción que esto pondrá a Chile a la vanguardia de un cambio planetario.
El nuevo gobierno deberá encarar urgencias como el combate a la pandemia, la reactivación económica, la contención de la inflación, más todas las derivadas de la situación del mundo tras la invasión de Putin a Ucrania. Al mismo tiempo tendrá que atacar, desde su inicio, un asunto que es siempre incómodo para los gobiernos de izquierda —y por qué no decirlo, para las nuevas generaciones nacidas en democracia—: los problemas de orden público, tales como delincuencia, narcotráfico, inmigración ilegal, la violencia en la zona sur escudada en la causa indígena, así como la alteración y destrucción de los espacios públicos. La población puede tolerar que la solución a los déficits en materia de pensiones, salud, vivienda, educación y otras materias por el estilo sea gradual y tome tiempo; lo que difícilmente va a tolerar es que la cuestión del orden público se siga desbordando, y si esto sucede, de seguro se lo cargará sin misericordia al nuevo gobierno.
Abordar este ámbito va a requerir reponer la legitimidad de Carabineros, tanto la institucional como la ciudadana, y en simultáneo, encarar la demanda por una “liberación de los presos de la revuelta”, que hoy se esgrime como pretexto para la violencia callejera, la cual se ha mantenido —cuando no acentuado— en las primeras semanas del nuevo gobierno.
Para asumir los desafíos mencionados —y otros que seguramente explotarán— es clave para la administración entrante ir configurando una coalición que tenga vocación de gobierno y que le provea de una vasta mayoría, tanto en las instituciones políticas como en la sociedad. Esto implica, de un lado, alinear con el gobierno a la multitud de partidos que 29 forman Apruebo Dignidad y, del otro, construir una convivencia constructiva con las fuerzas de la vieja izquierda que forman parte del gobierno y que poseen un peso relevante en el Congreso y los municipios. De hecho, en los primeros meses la ausencia de una lógica común ha sido un dolor de cabeza permanente de la nueva administración, al punto que Gabriel Boric ha llamado expresamente a crear una nueva coalición que integre, en pie de igualdad, a todas las fuerzas que le respaldan.
Ahora bien, y como es sabido, las coaliciones son un plato que se cocina a fuego lento, que cuando se aceleran inevitablemente se malogran. Su cocción no puede reducirse a los pactos entre partidos: debe madurar a la vez en los movimientos sociales, así como en las esferas culturales e intelectuales. Lo que surja quizás nunca alcance mucha formalidad; basta un propósito general común —una suerte de base moral-emocional— y, a partir de ahí, puede adoptar fisonomías variables según los temas y las circunstancias. Es como funcionan las estructuras en estos tiempos, cuando las identidades brotan como hongos y se cuidan como hueso santo, y reina lo híbrido, lo flexible, lo adaptativo.
Atender la demanda por orden público, asegurar el éxito de la Convención, continuar el combate a la pandemia y la reactivación económica, contener medidas populistas que incrementen la presión inflacionaria y, por encima de todo, consolidar una coalición política que amplíe su arco de apoyo y que posea vocación de gobierno: estas son las prioridades más inmediatas del presidente Boric en su primer año de gestión. Las reformas más de fondo, a excepción de la tributaria, tendrán que esperar aguas un poco menos recelosas. Si sale adelante el joven dirigente estudiantil habrá pasado de “fenómeno” a jefe de Estado y de gobierno.