Un mundo en mutación

El futuro contra el pasado

1. El sentimiento de la contradicción

Vivimos en el apogeo de una revolución. No ha sido sangrienta, pero ha dejado millones de bajas en distintas dimensiones. No ha utilizado armas de destrucción masiva, pero ha reducido a polvo una parte del mundo que conocimos en el siglo XX. No ha devastado campos y ciudades, pero ha dejado en ruinas a instituciones y aparatos culturales de larga tradición.

Si se aplican las categorías establecidas por Robert F. Gordon, economista de Northwestern University y pionero en esta clase de estudios, este es el resultado de la tercera revolución industrial de la historia. La primera partió con la invención de la máquina a vapor, en 1750, y vino a culminar con el último gran producto de esa línea, el ferrocarril, en 1830. La calidad de vida, dice Gordon, se duplicó esos 80 años.

La segunda revolución industrial se produjo a partir de 1870, con los desarrollos de la electricidad, el motor de combustión interna y el agua domiciliaria, algo así como la vida civilizada. Esta duró sólo 30 años y volvió a duplicar la calidad de vida.

La parte más polémica del razonamiento de Gordon radica en que sitúa la tercera revolución entre 1960 y el 2000, único período creativo del mundo digital, puesto que el resto, dice, no ha sido más que agregar aparatos y entretenciones.

Para duplicar su calidad de vida, las nuevas generaciones tendrán que esperar hasta el 2100, concluye.

No es esto lo que experimentan los ciudadanos del nuevo milenio. Dos décadas después del 2000, la experiencia de asombro continuo no ha cesado. Es muy difícil sostener que el año 2007, el de la aparición del smartphone, no produjo ningún cambio cualitativo. Las innovaciones se han multiplicado hasta el punto de que uno de los líderes de la industria digital, Bill Gates, ha llegado a anunciar la creación de un mundo nuevo, paralelo y superpuesto con el que llamamos real. Si la percepción es más correcta que el análisis científico –otra controversia propia de estos tiempos-, la tercera revolución industrial se ha seguido desarrollando bastante más allá de los diez años que le asigna Gordon.

En la misma teoría de Gordon, las revoluciones industriales siguen un patrón de acortamiento del tiempo que pasa entre una y otra. Una consecuencia de esto es que resulta altamente probable que una persona alcance a ver dos o más revoluciones durante su vida. Con ello se refuerza la conciencia de historicidad que es propia de la modernidad, el saber que las cosas pasadas no fueron como las actuales y que éstas tampoco serán como las futuras. Las ansiedades de la modernidad tienen mucho que ver con esa frustrante incapacidad de anticipación.

La otra consecuencia es que habrá un punto en que no podamos distinguir una revolución de la siguiente. ¿Será esa la de- sazón que impera hoy en el mundo?

Lo que define el sentimiento de vivir una revolución es precisamente la percepción de contradicciones simultáneas en muchos planos. El individuo se ve desafiado por constantes controversias, y se siente obligado a tomar posiciones que nadie le exige. Por añadidura, tales posiciones tienden a ser extremas y hacen sentir que hay demasiadas cosas en juego. Nadie ha reflejado mejor ese sentimiento que Charles Dickens, en las inolvidables primeras líneas de Historia de dos ciudades, ambientada en la Revolución Francesa: «Era el mejor de los tiempos y el peor; la edad de la sabiduría y la de la tontería; la época de la fe y la época de la incredulidad; la estación de la Luz y la de las Tinieblas; era la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación: todo se nos ofrecía como nuestro y no teníamos absolutamente nada; íbamos todos derecho al Cielo, todos nos precipitábamos en el Infierno».

2. Musk versus Twitter

Este sábado, Elon Musk anunció que su fabulosa compra de una mayoría accionaria de Twitter, por US$ 46.500 millones, quedó temporalmente paralizada por una disputa jurídica que libra con la compañía a propósito de la verificación de las cuentas falsas (bots) que actúan en la plataforma. Las mediciones de Twitter, hechas sobre cien casos, arrojan menos de 5% de cuentas falsas. Musk ha dicho –acaso como parte de la rudeza de la negociación- que no le sorprendería que el 95% de las cuentas sean falsas.

La disputa de Musk por Twitter es un nuevo jalón en la carrera por la configuración del mundo digital. Musk siempre sorprende por su atrevimiento radical, no tanto por el tipo de transacciones, que se han vuelto usuales en el universo de la hipercomunicación. Las bolsas cruzaron hace tiempo la frontera en que las compañías de productos materiales («con chimenea») valían más que los desarrollos digitales.

A pesar de que las plataformas tienen más clientes de lo que podrían imaginar la mayor parte de los productos físicos, no se han visto sometidas a las leyes antimonopolios más estrictas y han vivido en un ambiente de concentración de la propiedad casi único. Elon Musk pertenece a la segunda generación de es- tos empresarios multimillonarios, pero es el más audaz, acaso por ser el primero en pensar que ninguna política pública está vedada para su capacidad de imaginación e iniciativa. SpaceX es la materialización de lo que a nadie se la habría ocurrido en los 40 años anteriores: sustituir a la NASA en la actividad espacial.

Ahora, Musk quiere apropiarse de Twitter, según ha dicho, para «democratizarlo», lo que significa dos cosas: primero, eliminar el flujo de fake news y cuentas falsas, autentificando a los usuarios; y segundo, no volver a ejercer medidas de exclusión como la que se tomó contra Donald Trump (irónicamente, Trump abrió su propia red, Truth Social, que no ha sido un éxito, pero ya aumentó su fortuna en US$ 430 millones).

Twitter se ganó su prestigio como espacio para la confrontación y el debate áspero. En la velocidad de sus mensajes se disipa energía agresiva, cuyas expresiones más extremas son dos tipos de campañas: las de cancelación y las de mentiras. Pero estos atributos, que pueden asegurar la singularidad de una posición, no permiten crecer. El ascenso de otras plataformas –como Instagram y Tik-tok- se atribuye en alguna medida al amplio espacio dejado por los peleones de Twitter.

De modo que es posible intuir que el atrevido Elon Musk se propone algo que tampoco ha intentado nadie: cambiar a voluntad la naturaleza de una red digital. Un rasgo curioso de las redes digitales es precisamente que sus creadores liberan el uso de su producto a la decisión de los usuarios. LinkedIn, originalmente un coordinador de golfistas, es quizás el caso por antonomasia.

Elon Musk no es un filántropo, pero disfruta de una imagen privilegiada. Si no fuera así, medio mundo estaría advirtiendo que el control, por un hombre, de una de las redes de interacción más poderosas del planeta, es un verdadero peligro. Lo cierto es que lo sigue siendo, sobre todo desde que el propio Twitter demostró que puede intervenir en el flujo de mensajes. A la postre no era todo lo neutral que juró desde su creación en 2006, lo que abre un verdadero ramillete de controversias entre los valores que entran en juego.

3. Regreso a otro siglo

El 9 de mayo se celebra en Rusia un momento estelar del siglo XX: el ingreso de las tropas «rojas» a Berlín, sellando la derrota final de imperio nazi. El régimen soviético denominó a esta conflagración «la Gran Guerra Patria» y convirtió el 9 de mayo en su día patriótico. Es uno de los elementos del culto a Stalin que permanecen en la Rusia postsoviética.

Pero el pasado lunes 9, el gran desfile militar no fue corona- do, como se esperaba, por un aire triunfal. Ese soplo debía venir desde el sur, desde Ucrania, sobre la cual Vladimir Putin lanzó una ofensiva militar que debía haberla doblegado en pocos días.

La guerra de Putin, que empezó de la manera más convencional –una operación de invasión terrestre-, es un artefacto del siglo XX metido en el XXI. De hecho, Putin ha tratado de convencer a los rusos de que está tratando de expulsar a un gobierno «nazi». Pero es claro que es Ucrania quien ha estado resistiendo sucesivos intentos de sometimiento, primero con un gobierno instalado por Moscú (que fue derribado tras los sucesos de la plaza Maidán), más tarde con la anexión de la península de Crimea y ahora con la pretextada «liberación» de las regiones del Donbas.

Como quiera que se califique las intenciones de Putin, se trata de una acción anacrónica, que casi no parecía posible en la Europa contemporánea. La ofensiva rusa ha tropezado con la doble resistencia ucraniana, en el territorio y en las redes digitales, donde se ha mostrado como una formidable combatiente. Ha convertido a un político inusual, como el presidente Volodimir Zelenski, en una figura heroica. Y ha logrado que la desmadejada Unión Europea reaccionase con fuerza para imponer sanciones que elevarán muchísimo el costo de la guerra para Rusia. Nada que se pudiese haber calculado.

 

Ningún gobierno moderno querría meterse en un atolladero como los que han sido Afganistán o Irak, por lo que es lógico suponer que Putin quería un éxito rápido y una negociación posterior muy ejecutiva. No es lo que está ocurriendo. En cambio, la guerra está haciendo aparecer fenómenos de otra era, como la escasez de alimentos, la inflación y el mercado negro.

¿Todo cambia? Mientras Musk abre rendijas hacia el futuro (y les da internet gratuita a los ucranianos: también quiere ser parte de la guerra),Putin nos recuerda que el pasado no termina de morir. La coexistencia simultánea de ambos es, en sí misma, una contradicción más, de las muchas que presenta, una y otra vez, este mundo en mutación.

De ellas hablará esta serie.

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