1. Politización y participación
La politización de la sociedad ha sido una aspiración en casi todas las teorías democráticas de la historia. Politización es el interés por la política entendida como la participación en las decisiones que modelan la vida social. Está en el ideal aristotélico, que supone que toda la polis debe participar, idealmente, en todas las decisiones que la afecten. Está en las reformas de Solón, en el siglo VI a.C., destinadas a extender la igualdad política y social. Y se puede decir que desde entonces ha formado parte del ideal liberal, el socialdemócrata, el marxista y casi cualquier otro imaginable.
Sin embargo, atacar a los políticos y a la política también es una afición antigua. Desde la aparición del concepto en Francia, alrededor de 1568, para las luchas entre hugonotes y católicos, los políticos han tenido una reputación fluctuante y han sido el principal objeto de la sátira, excepto en las grandes crisis nacionales, como la guerra o las catástrofes, que reponen en el primer plano la necesidad de conducción social. Los triunfos militares de Stalin, Mao,
Ho Chi-Minh y muchos líderes de la descolonización los convirtieron en verdaderos “padres de la patria”, el escalón último de la política.
Por otro lado, la participación electoral hace pensar en que la politización de la sociedad está lejos de lo que la teoría quisiera. En Estados Unidos, el promedio de participación desde 1945 es de 50% y en América Latina, de 54%. En Europa la cifra se eleva a 77% y sólo en Oceanía supera el 80%. Los cientistas políticos han llegado a la convicción de que en la decisión de participar a través del voto importa no sólo la confianza en los partidos políticos y el interés en la política, sino también la confianza en el gobierno y la convicción en la eficacia de votar o en la gratificación que se obtiene por el acto de hacerlo. Porque la incidencia visible del voto siempre es muy baja; en las votaciones de grandes masas, cada voto es sólo unas milésimas más que cero.
La novedad también tiene un peso en la politización de las sociedades. Así lo reflejan dos tipos de elecciones: las de cambio –donde se percibe que el poder largamente poseído por un grupo puede cambiar de manos- y las inaugurales –donde se percibe el comienzo de un nuevo momento histórico-, que son las que concitan mayor participación. Lo mismo ocurre con los ballotages o segundas vueltas, elecciones que se perciben reñidas y aumentan la atención.
2. Que se vayan
La frase “¡Que se vayan todos!” nació en Argentina, con la debacle financiera de 2001. En esa crisis murieron 24 personas en los disturbios callejeros, dimitió el Presidente Fernando de la Rúa y se sucedieron cuatro presidentes en diez días. Tres años antes, un informe del PNUD había detectado que un 66% de los argentinos asociaba a los políticos con “corrupción”. Numerosos cientistas políticos han observado que una situación similar se produjo, ahora a escala global, tras la crisis subprime de 2008, la más grande desde la Gran Depresión de los años 1930: esa catástrofe financiera introdujo la primera duda sobre la globalización y la capacidad estabilizadora de los mercados –estandartes de las democracias de los 2000- y autorizó, por lo tanto, a validar una política “antipolíticos”. A veces esta política toma un aspecto persecutorio, como en Perú, donde los seis presidentes anteriores al actual han ido a la cárcel (excepto Alan García, que se suicidó para evitarlo); o en Centroamérica, donde 19 de los 45 gobernantes más recientes estuvieron presos con diversas condenas.
El profesor de Stanford Larry Diamond ha llamado “recesión democrática” al período posterior a la crisis subprime.
En su reciente libro La revancha de los poderosos (Debate, 2022), el analista venezolano Moisés Naím hace notar que la “antipolítica” se instala cuando existe un rechazo a la totalidad de una clase política y a la manera en que ejercen el poder la derecha, el centro o la izquierda. Allí es donde nacen conceptos como “nuevo poder”, “redistribución del poder” y “nueva democracia”, que esconden vocaciones autocráticas arropadas con la idea de “refundar la política”.
Naím anota escribe la “antipolítica”: “Se trata de una poderosa fuerza centrífuga que deshace la capacidad de las viejas élites de gobernar y prepara el terreno para unas fuerzas centrípetas que quienes aspiran a convertirse en autócratas pueden aprovechar para volver a concentrar el poder, esta vez solo en sus manos. Por eso, cuando se desarrolla, coloca al país en una autopista hacia el populismo”. Sus ejemplos son elocuentes: Argentina, que después de la crisis ha quedado por 20 años en manos del matrimonio Kirchner-Fernández; Australia, que derribó a cinco primeros ministros en seis años; Brasil, que a pesar de la promesa explícita de gobernar con un estilo dictatorial, eligió a Jair Bolsonaro; India, donde Narendra Modi gana elección tras elección denigrando a los políticos, igual que Benjamin Netanyahu en Israel; Italia, que cumple ya tres décadas eligiendo gobernantes antisistémicos; y, por supuesto, Donald Trump, que aspira a regresar recargado.
¿En qué momento se produce esa deriva dentro de un sistema político? Las crisis económicas son un buen caldo de cultivo, como se demostró en Brasil con la caída del precio de las materias primas en el 2014. Pero Naim apunta a una condición más estructural: las democracias, dice, no están concebidas para dar victorias permanentes, sino para todo lo contrario. “Los mejores sistemas democráticos se centran en llegar a complicados acuerdos que dejan a todo el mundo algo –pero nunca demasiado- descontento e insatisfecho”.
La democracia es el reino de la imperfección y el cambio. Sin embargo, el sistema se tranca cuando los propios políticos entran en una mecánica de bloqueo recíproco y extremo, y “los acuerdos, cuando se consiguen, son a veces tan mínimos que dejan a todas las partes furiosas y asqueadas”. No es suficiente que sólo un sector obstaculice a otro; la enemistad política convierte a esta modalidad en una continua lucha por impedir que se cumplan las promesas de gobierno y por desalojarlo cuanto antes. Una vez que la capacidad de resolver problemas baja de cierto umbral crítico, dice Naím, el terreno está listo para la antipolítica.
El caso de Italia es el más inusitado. Desde la caída de los grandes partidos tradicionales en el proceso contra la corrupción por parte de los jueces de Mani Pulite (otra paradoja: ¿por qué un grupo de jueces adopta una causa?), se ha sucedido en el gobierno un desfile de formaciones estrafalarias, desde el magnate televisivo Silvio Berlusconi, pasando por la xenófoba y separatista Liga de Matteo Salvini, hasta el humorista-agitador Beppe Grillo y su movimiento Cinque Stelle. La política en sus formas clásicas parece perdida para siempre en la octava economía del mundo, que en 2020 retrocedió casi un 10% en su PIB y exhibió el peor manejo de la pandemia del Covid-19. La imagen –un poco cómica- de caos político que siempre ha tenido Italia tiene de a difuminar el papel disociado que ha tenido Cinque Stelle.
3. ¿Nueva(s) política(s)?
Francis Fukuyama coincide en situar la crisis subprime como un momento crucial en todo el mundo; sólo que agrega la crujidera del euro, el 2009, como efecto de la quiebra de Grecia, equivalente al colapso de las grandes instituciones financieras norteamericanas. “Desde que Estados Unidos y la Unión Europea eran los líderes ejemplares, estas crisis dañaron la reputación de la democracia liberal como un todo”, escribe en su libro Identidad (Ariel, 2019).
Desde una perspectiva global, estas crisis impulsaron numerosos movimientos iliberales en todo el mundo, y rodearon de cierto estrellato a los modelos autocráticos de China y Rusia. Sin embargo, ambos son muy diferentes. China comenzó a salir de la pobreza con el “traidor” Deng Xiaoping, que luchó contra los dos grandes experimentos de Mao, el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural –ambos con resultados trágicos- y finalmente implantó un capitalismo estatal y autoritario que han profundizado sus sucesores, firmemente controlados por el Partido Comunista Chino. Rusia, en cambio, vivió dolorosos desmembramientos después del fin de la Unión Soviética, hasta que quedó bajo el control de Vladimir Putin, líder de un gobierno alimentado por grandes oligarcas y con apetitos indisimuladamente imperialistas, como lo ha demostrado ante Ucrania. Putin no está bajo el control de ningún partido ni comité central; es el autócrata por excelencia, que se mueve entre ideas políticas inconsistentes con toda libertad y que no responde a un proyecto que no sea “la Gran Rusia”.
Fukuyama observa que la política se ha organizado históricamente en el eje de derecha a izquierda, y se distribuye a lo largo de esa línea conforme a proyectos de organización económica que ponen mayor énfasis en la libertad o en la igualdad. Pero, dice, “los seres humanos son motivados también por otras cosas, motivos que explican mejor los disparatados sucesos del presente. Esto puede ser llamado la política del resentimiento. En una amplia variedad de casos, un líder político ha movilizado a sus seguidores en torno a la percepción de que la dignidad del grupo ha sido ofendida, dañada o ignorada”. Esas ideas aparecen con frecuencia en los discursos de Xi Jingping y Putin.
Muchas veces se trata de discursos simplificadores o reductivos; y prácticamente siempre son polarizadores: “ellos” contra “nosotros”. La simpleza cumple una función paradójica: hace pensar a mucha gente que esto sí que se entiende, que tiene la claridad de la que carecen el debate y la negociación y por lo tanto vuelven a interesarse en la política. La “antipolítica” logra la tarea de repolitizar a grandes sectores, como demostraron el izquierdista Hugo Chávez en Venezuela y el derechista Victor Orbán en Hungría; la polaridad que ambos usaron fue la “pueblo” contra “elite”.
Fukuyama piensa que la política se ha revestido mundialmente de una presión por el reconocimiento de la dignidad de las personas y vincula esta presión con el surgimiento de múltiples identidades, todas las cuales luchan por ganar un lugar en la sociedad. Naím se inclina más bien por la idea de que las controversias identitarias son funcionales a la polarización, a la división entre “ellos” y “nosotros”, y que por tanto tienden a ser un instrumento del populismo. La política identitaria sería pues, una de las bases de la “nueva política”, a la que Naim denomina más simplemente “populismo”. Todas las revoluciones de la historia buscaron, por definición, agrupar a la mayor cantidad de pueblo, acallar la disidencia y establecer regímenes con una conducción firme e inequívoca. ¿Es posible que se esté produciendo ahora una revolución basada en la política identitaria, exaltando a grupos con intereses contradictorios? ¿O es más bien un nuevo ardid para que ciertos grupos se impongan sobre otros cuya dignidad se percibe más perjudicada, presente o históricamente?
Es otra de las paradojas del tiempo que vivimos.
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