Reconfiguraciones

Un ánimo inconsciente

En una reciente columna en The New York Times, el escritor Adam Sternbergh ha calificado el 2022 como «El año de la ira», un año marcado por eventos plagados de odiosidades en diversos ámbitos. Desde una vapuleada cachetada en vivo y en directo durante la ceremonia de los premios Oscar, pasando por el auge de la «cultura de la cancelación» donde la crítica y la opinión parecen ser formas de opresión inaceptable, hasta el estallido de una guerra en Europa que tiene a la humanidad bajo la mayor amenaza nuclear de la historia. Y todo esto en un contexto en el que la pandemia del COVID-19 persiste, con los perversos efectos económicos y sociales que se conocen. 

Cada año parece tener su sello, un estado de ánimo que lo caracteriza. Según Sternbergh, el 2020 fue un año desconcertante y aterrador, sucedido por un 2021 marcado por una incipiente reapertura, una «nueva normalidad» que generó expectativas de grandes transformaciones, pero que culminaron en frustración, dando cauce al irascible 2022. «La ira es un intento por anular el miedo», sostiene el psiquiatra norteamericano Mark Epstein, una afirmación iluminada por la experiencia de la gran crisis sanitaria del 2020, que nos mantiene sumidos en la condición de testigos y partícipes de una carrera que continúa. 

El historiador alemán Gershom Scholem acuñó el concepto de «horas plásticas», para referirse a aquellos escasos momentos revolucionarios de la historia en los que el cambio parece posible y las personas apuestan por la esperanza. Hay quienes sostienen que la pandemia proporcionó esas «horas plásticas», en las que creímos que la especie realmente se había removido a tal punto de resignificar y redefinir el orden establecido. Sin embargo, ese cambio nunca llegó. 

Entonces, si estos tres años han estado marcados por el miedo, la esperanza seguida de frustración y la ira, cabe preguntarse cuál será el ánimo preponderante del 2023. Todo indica que al menos será un año de incertidumbre, preguntas y reconfiguraciones, en el marco de un mundo más inestable y con escenarios crecientemente complejos, donde lograr una versión concordada de bienestar seguirá siendo un desafío y una demanda latente. 

Un nuevo propósito

Mirando por el espejo retrovisor, conceptos como The Great Resignation y Quiet Quitting tomaron vuelo en 2022, cuando un número récord de empleados en el mundo comenzó a renunciar o declarar su rechazo a la idea de que el trabajo deba ser una parte determinante en la vida. Esta última afirmación, según una reciente encuesta Gallup, representaría al 50 % de los empleados estadounidenses. Esto se hizo más evidente en sectores que se vieron fuertemente presionados durante la pandemia, como los servicios, la salud y la educación, afirman estudios de McKinsey: el estrés y el agotamiento, los bajos sueldos, las expectativas de desempeño y la percepción de líderes indiferentes serían los principales factores de este hastío. 

La expectativa de cambio hacia una vida más balanceada entre lo profesional y personal —necesidad que se creía que el mundo entero había comprendido durante la pandemia y que ahora suscribía como nuevo estilo de vida— rápidamente se vio frustrada por presiones económicas, políticas y sociales. 

Quienes exigían mayor flexibilidad y sistemáticamente demostraban menor interés en su labor profesional, fueron rápidamente llamados holgazanes, desertores, incluso perdedores. «Esto es como un virus, esto es peor que el COVID-19», sostuvo el empresario canadiense Kevin O´Leary en CNBC en 2022. Otros apuntaron a mirarlo desde un lente generacional. 

A fines de 2022 comenzó a sembrarse una duda: ¿se trataba simplemente de una ola de renuncias o millones de personas estaban comenzando a mirar sus trabajos desde otra perspectiva? Para Ranjai Gulati, profesor de Harvard y autor de Deep Purpose: The heart and soul of high performance companies, lo que está sucediendo es que las personas comenzaron a preguntarse si sus roles y lugares de trabajo se alinean con algo más profundo: sus propósitos de vida. 

La resignificación del tiempo que se dedica —o se espera dedicarle— al ocio, a la familia, amigos y también al cuidado individual se ha instalado como un motor de cambio en el mercado laboral, y los expertos recomiendan no ignorar a esa masa de insatisfechos y tratar de entender lo que hay detrás. ¿Será 2023 el año de los grandes giros y ajustes en el mundo del trabajo? Está por verse. Mientras tanto, algunas de las tendencias que se han puesto sobre la mesa para recuperar a los talentos perdidos y retener a los que quedaron de 2021 y 2022, guardan relación con el fortalecimiento de la cultura organizacional; el impulso a los entornos híbridos; la profundización de los beneficios, con foco en salud mental y bienestar; y la tan temida transparencia salarial. 

Religión y creencia

Las creencias religiosas, espirituales y personales han sido foco de resignificación en los últimos años. En el 2022 las convicciones religiosas fueron especialmente puestas en el centro del escrutinio público, y ya no sólo en la Iglesia Católica. Comenzando en 2021 y continuando en 2022 con las manifestaciones en oposición a las restricciones que el nuevo régimen talibán llegó a imponer sobre las mujeres en Afganistán, seguidas por la mayor protesta en Irán de los últimos años, con cientos de mujeres quemando sus velos tras conocerse la muerte de Mahsa Amini, detenida por la «policía de la moral» por no llevar correctamente su velo islámico. En paralelo, se hacía pública la sentencia a muerte en la horca del futbolista iraní Amir Nazr-Azadani por el delito de «odio contra Dios» al participar en dichas protestas, las que según cifras del diario conservador iraní Javan, estarían compuestas en un 93 % por menores de 25 años.

El último día de 2022 se conoció la muerte de Joseph Ratzinger o Benedicto XVI, el primer papa emérito de la historia moderna de la Iglesia Católica. A días de su muerte, junto con los actos de conmemoración, diversos medios de comunicación y líderes de opinión han puesto hincapié en los escándalos que rodearon su pontificado; los casos de pederastia y corrupción ocultados y la información conocida en la filtración de documentos del Vaticano denominada Vatileaks. En Chile, de acuerdo a la última encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP), la Iglesia Católica es la institución que obtuvo la mayor baja en confianza en Chile por parte de la ciudadanía, con una caída del 31 % al 21 % respecto al año anterior. 

Los expertos apuntan a que las nuevas generaciones, especialmente la Generación Z y Millennial, herederas de distintas olas de secularización anteriores, han profundizado la desafección por creencias religiosas que consideran coercitivas. En 2017 una encuesta del Pew Research Center en Estados Unidos anticipaba, por ejemplo, que los millennials se identifican con una postura espiritual, pero no religiosa. La piedra de tope sería la tensión que se genera entre creencias religiosas y el marco valórico de los nuevos tiempos: la tolerancia. Así, pareciera que creencia y religión son conceptos que se van alejando tanto desde la teoría como desde la práctica. 

Las creencias compartidas responden, entre otras cosas, a una insaciable necesidad humana por darle sentido al mundo y compartir ese significado con otros. «Hemos heredado todos aquellos esfuerzos en forma de creencias que son el capital sobre el que vivimos», escribió hace casi un siglo el filósofo español José Ortega y Gasset, y es justamente el capital de las creencias lo que parece estar en crisis hoy. Una tensión que cobra aún más fuerza de cara a la incertidumbre económica, ambiental y social que se avecina con el año que recién comienza.