¿Una guerra en Europa? ¿Y una guerra con anexión de territorio? El conflicto armado en Ucrania parece cosa de otro siglo, pero ha causado una perturbación de la economía y la política que en algunos aspectos se asemeja a la del Covid-19. Rusia ha puesto de su lado a autoritarismos de derecha e izquierda; por ejemplo, ha sido el punto de encuentro de Cuba con el Brasil de Bolsonaro. Este es otro de los rasgos de la mutación global: un fenómeno anacrónico, propio de los siglos pasados, se superpone en el siglo XXI y provoca toda clase de confusiones, en los hechos y en las ideas. Lo que sigue es un esfuerzo por explicar lo que está en juego.
El 24 de febrero pasado, Rusia lanzó una invasión terrestre de gran escala contra Ucrania, iniciando la primera guerra en suelo europeo desde la desintegración de Yugoslavia, en 1992. De acuerdos con los informes de inteligencia de Estados Unidos -revelados por The Washington Post-, el plan constaba de cuatro partes: 1) una operación fulminante para ocupar Kiev y destituir al Presidente Volodimir Zelensky, en tres o cuatro días; 2) un ingreso masivo de blindados por el este, para consolidar dos “repúblicas populares”, Dónetsk y Lugántsk, en un plazo “breve”; 3) el avance hacia el centro de Ucrania, durante “algunas semanas”; y 4) el trazado de una nueva frontera desde Moldavia a Bielorrusia para separar un trozo occidental de Ucrania que los rusos consideran irredimiblemente “rusófobo” y “neonazi”. Todo debía estar terminado en el verano hemisférico, entre junio y julio.
Sorpresivamente, la ofensiva rusa se estancó. No llegó a ocupar Kiev, en agosto empezó a sufrir duros golpes en el este y en septiembre aun no lograba consolidar posiciones en el Mar Negro. Zelensky, en quien ningún dirigente occidental confiaba, se convirtió en el líder de un país en resistencia y en la amenaza más grave que ha enfrentado Vladimir Putin en una década de gobierno. Zelensky desoyó expresamente las advertencias para que diera la alarma y él mismo dejase el país. “No quería que nuestros ciudadanos huyeran, porque de ese modo perdemos la guerra antes de empezar. Los ucranianos luchan”, dijo en una entrevista en abril. Por lo demás, explicó, Ucrania habría perdido US$ 7.000 millones por mes si hubiese entrado en pánico el año pasado.
¿Rusia asediada?
El ataque de Putin a Ucrania se venía vislumbrando por lo menos desde el 2014, cuando las protestas masivas en la plaza Maidán de Kiev derrumbaron al gobierno prorruso de Viktor Yanukovich y aumentaron la presión para ingresar a la Unión Europea y la OTAN. En lo que fue considerado una clara advertencia de que no permitiría esto último, Putin ocupó ese mismo año la península de Crimea y la anexó a Rusia.
Pero las primeras señales de un plan de invasión fueron detectadas en EE.UU. en octubre de 2021. El Presidente Joe Biden no pudo vencer el escepticismo del presidente francés Emmanuel Macron y la canciller alemana Angela Merkel, aunque obtuvo, como muchas otras veces, el apoyo del Reino Unido. En todas las conversaciones bilaterales o multilaterales de los últimos meses de ese año, la diplomacia rusa transmitió la idea de que Occidente había desplegado una provocación intolerable al querer extender la UE y la OTAN hasta sus fronteras.
A mediados de diciembre del 2021, el vicecanciller Sergei Ryabkov reiteró una propuesta rusa de dos partes: congelar la expansión de la OTAN; y detener toda actividad en los países que se unieron después de 1997 (Bulgaria, Rumania, Polonia, Lituania, Letonia y Estonia). El vicesecretario de Estado Wendy Sherman contrapropuso desarrollar medidas de confianza mutua en todas las áreas fronterizas que ambas partes considerasen sensibles. No hubo acuerdo.
La tesis de que el crecimiento de la OTAN hacia los países exsoviéticos era un acto imprudente venía expandiéndose entre los académicos, liderados por el profesor de la Universidad de Chicago John Mearsheimer. Sin embargo, era muy difícil oponerse al deseo de esos países de romper su cercanía con Rusia después de varias décadas de dominación comunista. En varios de ellos se había elegido a gobiernos de derecha cuya principal promesa era borrar la huella soviética. Ni la UE ni la OTAN les podían negar acceso. Pero la línea entre aceptación y provocación puede ser muy delgada. En el 2008, una reunión de la OTAN en Bucarest culminó con un comunicado que ofrecía integración a Ucrania y Georgia sin siquiera haber iniciado conversaciones; hasta los diplomáticos occidentales concordaron en que esa iniciativa fue un “exceso”.
El hecho fundamental es que una confrontación entre Rusia y la OTAN lleva inmediatamente a la escala nuclear. Una agresión a Polonia, por ejemplo, desataría inmediatamente una III Guerra Mundial. Pero Ucrania aún no es miembro.
Putin y Ucrania
Entre los analistas de Washington había comenzado a crecer otra sospecha. En junio del 2021, Putin publicó un ensayo titulado Sobre la unidad histórica entre rusos y ucranianos, sosteniendo que ambos son “un solo pueblo”, atado por “lazos de sangre”, al que Occidente trata de separar. “Estoy seguro”, escribió, “de que la soberanía de Ucrania es posible sólo en sociedad con Rusia”.
Desde esa perspectiva, el casi septuagenario dirigente ruso parece considerar la integración de Ucrania como un problema nacional ruso y que, por lo tanto, toca su sitial en la historia. Si no consolida a Rusia como la principal potencia euroasiática, sería visto como el culpable de la desintegración de la “gran patria”.
En la medida en que Ucrania se iba mostrado crecientemente inclinada a Occidente, Putin habría percibido que su ventana de oportunidad se estaba terminando. O actuaba ahora o sería tarde.
En este punto entra el internacionalista Fareed Zakaria, que ha descrito a Rusia como el último gran imperio multinacional, la última metrópoli que llegó a imponer su régimen, su ideología y hasta su partido a muchas otras naciones. En los estudios multidisciplinarios que en los 90 encabezó el historiador Samuel Huntington en torno al desarrollo de los imperios, sus investigadores llegaron a identificar un patrón: en todos los casos, los imperios colapsan librando sangrientas luchas por retener sus territorios. Así les ocurrió a todos los imperios europeos y cuando Putin describe la unidad de Rusia con Ucrania, dice Zakaria, “lo hace de un modo idéntico a aquel con que Francia describía a Argelia en los 50”.
Según se sabe ahora, Putin planeó la invasión a Ucrania con la certeza de que recibiría severas sanciones de la comunidad internacional. Sanciones, pero no misiles. En los últimos años acumuló miles de millones de dólares en sus reservas. Imaginaba que podría debilitar a la alianza occidental (en especial, a Alemania) con el abastecimiento de gas y petróleo. Contaba con la debilidad interna de Macron en Francia y el desastre británico post-Brexit. Y con la promesa de Biden de no enviar más tropas al exterior tras la humillante retirada desde Afganistán.
Si se sigue a Zakaria, y si estos supuestos se cumpliesen, tal vez Putin estaría librando una guerra imperialista, que aceptaría perder sin echar mano de sus peores armas. Varios de los imperios -Francia, Reino Unido- perdieron colonias cuando ya tenían armamento nuclear. En otros casos hubo guerras “delegadas” donde se enfrentaron las superpotencias sin usar nada de esto, como en Corea, Vietnam y el mismo Afganistán. La de Ucrania sería una guerra retrasada.
Pero también es una guerra entre el liberalismo (la UE) y el autoritarismo como opciones de ordenar la vida social y regular las relaciones internacionales. En este sentido, envuelve contradicciones propias del siglo XXI.
El peligro existencial
¿Significa esto que no hay peligro? No. La primera fuente de riesgo es que Rusia perciba que la guerra representa una amenaza existencial, esto es, que su propia integridad dependa del resultado en Ucrania. Ello no ocurrió en ninguna de las guerras postcoloniales del siglo XX; los territorios fundamentales de los imperios nunca estuvieron bajo amenaza. El de Rusia tampoco lo está, pero la “amenaza existencial” que fue la Alemania nazi comenzó justamente con la invasión a Ucrania, otra razón por la que Putin se esfuerza en asociar a Zelensky con los nazis. Ucrania significa mucho más para Rusia de lo que Argelia fue para Francia.
La segunda fuente de peligro es la propia falla en los cálculos de Putin. Contra lo que esperaba, tras la invasión la UE recuperó su unidad, la OTAN se fortaleció y Biden ha cumplido su promesa de forma singular: sistemas defensivos de alta tecnología fueron desplazados hacia Polonia y los países bálticos; tropas estacionadas en Italia se reubicaron en Rumania y Bulgaria y las naves en el Báltico y el Mediterráneo pasaron de 5 a 26. Estados Unidos ha sido, desde el primer momento, el principal abastecedor de armamento de Ucrania.
La situación crea otra fina línea. Lo que Occidente pretende decir -que Rusia no se pase de la raya-es respondido desde Moscú con otra advertencia: que Occidente no se pase de la raya. Una mala interpretación basta para deslizarse hacia una crisis mayor.
Putin, además, ha sido objeto del más duro aislamiento internacional, y no sólo por ser el único no invitado al funeral de la Reina Isabel II. Las exrepúblicas soviéticas -y también fronterizas- de Uzbekistán, Kirguistán y Kazajastán prohibieron a sus ciudadanos participar de la guerra en Ucrania. El presidente de Kazajastán desconoció los referendos de Dónetsk y Lugánstk y, por si acaso, China advirtió que defenderá a Kazajastán en cualquier caso de agresión.
Putin convive con una ultraderecha interna con tintes extremistas. Su expresión más ruidosa es la redactora jefe del grupo estatal RT News, Margarita Simonovna Simonyan -“la Goebbels rusa” la llama el diario El Mundo-, que dijo, poco antes de la invasión, que “si Rusia desaparece, el resto del mundo no merece sobrevivir”. Esto se parece a lo que promovía Fidel Castro en la “crisis de los misiles” de 1962, cuando instaba a la URSS a atacar a EE.UU. a sabiendas de que Cuba sería la primera víctima nuclear. Con una diferencia: Castro no apretaba el botón que tiene Putin entre sus manos.
Un tercer factor de riesgo es la simulación. Esta posibilidad ha aparecido con fuerza desde octubre, cuando Rusia y Ucrania se acusaron de preparar ataques con “bombas sucias”, híbridos de explosivos convencionales con materiales radioactivos.
Por todos estos peligros planea siempre un factor incontrolable: el error. La presencia de esa posibilidad explica las conversaciones semanales que han sostenido el secretario de Defensa de EE.UU., Lloyd Austin, con su par ruso, el ministro Sergei Shoigu. El politólogo francés Benoît Pelopidas ha recordado recientemente, con un grado de detalle escalofriante, que en la “crisis de los misiles” intervinieron la suerte y la inexperiencia con eficacia mucho mayor que los planes y los resguardos de control. “Hemos tenido mucha suerte hasta ahora”, admitió el secretario general de la ONU, António Guterres, durante una conferencia sobre No Proliferación Nuclear en agosto. Y agregó: “Pero la suerte no es una estrategia”.
La de Ucrania se ha convertido en una lucha por la independencia que sería más propia de los siglos XIX o XX. Rusia reclama que se la respete como una potencia global del siglo XXI, recordándole al mundo su poderío nuclear. Coincidiendo con otros analistas, el exembajador David Gallagher ve en la Rusia de Putin un fondo teocrático, furioso enemigo del individualismo que ha sido propio de la modernidad; a ese mundo egoísta y fragmentado contrapone la voluntad colectiva, encarnada por el imperio y por el gobernante que interpreta la unidad nacional. ¿Es anacrónico? Sí y no. El pasado se resiste al cambio global y contribuye a hacerlo más confuso. Esta es una confirmación de que la historia no se corta como un pastel, en épocas completamente separadas, sino que se desarrolla con mutaciones asincrónicas. Bertolt Brecht lo tradujo con una imagen inspiradora: “Mi abuelo ya vivió en la nueva época y mi nieto todavía vivirá en la vieja”.