Inteligencia Artificial: ¿Una factura de agua demasiado elevada?

Por Grecia Valenzuela, analista TIRONI.

La inteligencia artificial avanza con fuerza en Chile, posicionando al país como un referente regional en su adopción y desarrollo. Este crecimiento se sustenta en un ecosistema que articula políticas públicas, inversión privada y desarrollo académico, impulsado por iniciativas como la Política Nacional de Inteligencia Artificial, lanzada en 2021 por el Ministerio de la Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación, que promueve una adopción ética, inclusiva y sostenible.

Este impulso quedó reflejado en la última Cuenta Pública del Presidente Gabriel Boric, donde anunció la mayor inversión estatal en supercómputo hasta la fecha: US$14 millones destinados a la creación de dos centros especializados en IA. El impacto económico de esta apuesta podría ser considerable: según el BID, una adopción temprana de la IA contribuiría a aumentar el crecimiento del país en un punto porcentual cada tres años hacia 2035. Y en el sector privado, la tendencia es evidente, pues el 73% de las empresas chilenas ha comenzado procesos de incorporación de inteligencia artificial, según cifras del ESE Business School y PwC Chile.

Pero su uso trasciende la optimización económica: hoy forma parte del día a día, especialmente entre las generaciones más jóvenes. Desde filtros en redes sociales, y memes sin sentido, hasta asistentes virtuales, la IA está moldeando la forma en que las personas se comunican, consumen contenido, se relacionan con su trabajo e incluso, perciben la realidad. El discurso en torno a la IA suele estar marcado por palabras como innovación, progreso y futuro. Sin embargo, en medio de este relato entusiasta, hay un detalle que se nos olvida: la sed de la inteligencia artificial.

Los sistemas de IA dependen de potentes centros de datos para su entrenamiento y funcionamiento. Estas instalaciones, que actúan como cerebros digitales, requieren grandes cantidades de agua para su enfriamiento: el agua circula por los servidores, se calienta y luego se enfría en torres de evaporación. Este proceso provoca una pérdida directa de agua que no regresa al ciclo natural. ¿Lo más preocupante? Muchos de estos centros están ubicados en zonas con escasez hídrica.

Usar Chat GPT-4 para generar un simple texto de 100 palabras consume 519 mililitros de agua, según un estudio conjunto de The Washington Post y la Universidad de Washington. Es el equivalente a una botella de agua. ¿Insignificante? Tal vez. Pero basta con preguntarse: ¿cuántas solicitudes recibe cada minuto esta herramienta a nivel global? La cifra cambia por completo la escala del problema.

Este fenómeno no es aislado: el impacto hídrico de la IA también se refleja en el consumo masivo de agua de las grandes tecnológicas. El último informe ambiental de Microsoft revela que su consumo de agua aumentó un 34% entre 2021 y 2022, alcanzando los 1.700 millones de galones. En el mismo período, Google incrementó su uso en un 22%, llegando a 5.560 millones de galones. Este crecimiento se vincula directamente con la expansión de sus infraestructuras de inteligencia artificial.

Las advertencias sobre este impacto ya han motivado respuestas concretas. En Chile, Google opera desde 2015 un centro en Quilicura, que consume el agua equivalente al gasto diario de 8.500 hogares. En 2023, la empresa propuso construir un nuevo centro en Cerrillos, con una inversión de 200 millones de euros, pero con un consumo estimado de 7,6 millones de litros de agua al día. Ante la magnitud del uso y la crisis hídrica de la zona, la justicia ordenó la paralización del proyecto, luego de acoger el reclamo de una representante de la comunidad, al considerar que no se evaluaron adecuadamente los impactos sobre el acuífero Santiago Central ni el componente hídrico en el contexto del cambio climático.

Ante este escenario, aparecen una serie de preguntas ¿Estamos dispuestos a hipotecar ecosistemas por velocidad de procesamiento? ¿A ceder autonomía humana a cambio de conveniencia? ¿Cuántas de nuestras interacciones digitales son realmente necesarias? ¿Cuánto de lo que hoy delegamos a la IA podríamos —o deberíamos— seguir resolviendo con nuestras propias capacidades?

Estas preguntas no son nuevas; han acompañado el debate sobre inteligencia artificial desde sus orígenes. Pero hoy el dilema ha evolucionado: ya no se trata solo del riesgo de que una máquina reemplace nuestro trabajo, sino de algo más profundo. Se trata de si seremos capaces de diseñar un futuro inteligente que no se construya a costa de los límites del planeta.